Durante los siglos XV y XVI, tras sacudirse trescientos años de dominio mongol, los príncipes de Moscú unificaron bajo su égida todos los territorios rusos para erigir un gran imperio, heredero de Roma y de Bizancio, que tuvo en la religión ortodoxa su más poderoso vínculo de unión.
Tras sacudirse el dominio de los mongoles, los príncipes de Moscú unificaron bajo su cetro todos los territorios rusos y crearon un enorme Imperio, heredero de Roma y de Bizancio. La batalla de Kulíkovo, en 1380, fue un episodio decisivo de la historia de Rusia. Desde hacía más de un siglo las ciudades y principados rusos, que habían conocido una era gloriosa durante el período de la Rus de Kíev -como se conoce el antiguo Estado ruso de Kíev-, se hallaban bajo el dominio de los kanes mongoles de la Horda de Oro.
Durante décadas los príncipes rusos hubieron de aceptar la soberanía mongola y buscar un ‘modus vivendi’ con el ocupante. Hasta que en 1380 el gran príncipe DmitriIvánovich de Moscú, al frente de una coalición de fuerzas rusas, derrotó al kan Mamay. Fue el primer gran triunfo ruso frente a los tártaros, como entonces se llamaban a los mongoles. No fue, sin embargo, la victoria definitiva. Hubo que esperar a 1480 para que Iván III de Moscú, tras rechazar a los tártaros a orillas del río Ugrá, dejara de pagarles tributo, consagrando la independencia rusa.
Con la victoria de 1380 se impuso entre los rusos la idea de que Moscú estaba destinada a conquistar la independencia de Rusia y a unificar sus territorios. Dmitri y sus sucesores, Basilio I y Basilio II, fueron incorporando los principados en torno a Moscú, mediante conquistas, compras, negociaciones o herencia, hasta formar un poderoso núcleo territorial que se extendía al este por el curso alto del Volga. Iván III el Grande impulsó la gran expansión territorial del principado de Moscú al absorber las repúblicas de Nóvgorod y Tver.
A lo largo del siglo XV apareció, pues, un nuevo Estado en la política europea, Moscovia, como se lo llamó en Occidente. A los rusos se les abrían ahora las puertas de Europa, tras haber estado ausentes de ella durante todo el período de dominación tártaro-mongola. Los contactos de Rusia con los países occidentales se hicieron cada vez más frecuentes. Basilio III, por ejemplo, envió dos embajadas a la corte toledana de Carlos V, y más tarde, Iván el Terrible llevó a cabo una brillante política de relaciones internacionales, especialmente con la Inglaterra de Isabel I, a quien llegó a escribir pidiéndole matrimonio. Pero la cultura y, sobre todo, la tradición religiosa de Moscovia la separaba de los países occidentales. Las victorias sobre los tártaros hicieron creer a los soberanos rusos que, tras la caída de Constantinopla en 1453, Moscú sería la «tercera Roma», heredera del destino imperial de Bizancio. Tras la caída del Imperio bizantino, los rusos se consideraron únicos herederos de la tradición del cristianismo ortodoxo y se esforzaron en preservarla.
Tomaron del Imperio bizantino el más importante símbolo de la dinastía zarista: el águila de dos cabezas. Fue el hijo de Basilio III, Iván el Terrible, el primer soberano que asumió el título imperial ruso: el de zar. Amparado en este título, Iván se convenció de que tenía un poder omnímodo sobre sus súbditos. Los métodos de Iván el Terrible han pasado a la historia como propios de un hombre violento e incluso psicótico. Frente a las críticas, Iván el Terrible afirmaba que su soberanía había sido establecida por Dios y que los demás eran siervos a sus órdenes.
Nanyoly Mendez
CAF
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